FINAL
SUMARIO |
||||
3
Patricia hacía todo lo posible por contener el pánico. Unas rejas
gruesas se estaban interponiendo entre aquella cosa enorme y ella, pero no era
suficiente.
Retrocedió otros tres pasos, contemplándolo.
No había gritado ni echado a correr. Sencillamente, era presa de la insoportable probabilidad de haber sido presa de <<cuidado con el perseguidor>> él <<eso>>.
Era un hombre que sobrepasaba
fácilmente los dos metros de estatura, y cargaba una mandarria con sangre
seca alrededor del palo y el mazo. Tenía la cara cubierta por una bolsa
de tela, con dos rascaduras como óvalos hechos en el lugar de los ojos,
anómalamente separadas entre sí, y una línea para permitirle
respirar por la boca. Parecía un flan con cara, una blanda barquilla
de helado puesta al revés a modo de cabeza.
Exhalaba aire con dificultad, como si tuviera los pulmones llenos de polvo,
mientras los largos harapos grises con los que vestía se movían
lentamente, todos llenos de rasgaduras hechas por uñas, que le revelaban
costras moradas en la carne de los brazos. La visión general era tan
bizarra como la de una enana enfrentando a un gigante.
Sus hombros redondos y gordos permanecían tensos, la espalda ancha tenía una joroba carnosa y dura. Sus piernas, anchas, de gordo, terminaban en dos zapatos negros, con las trenzas pulcramente amarradas.
Patricia se veía incapaz de articular una sola palabra, sobre su cabeza estallaba un hongo de perturbación que la abrumaba y asqueaba al mismo tiempo, presa de una bomba de tiempo de horror, que se dispararía apenas el hombre, ayudado con su arma, intentara forzar la reja.
Por el contrario, todo lo que hacía era estar de pie, respirando y observándola, con unos ojos amarillentos que debían hallarse detrás de la negrura. La mandarria siseaba suavemente, su mano estaba cubierta de trapos, hecho del mismo material que la máscara, cubriendo una mano que debía tener el tamaño de un guante de boxeo.
<El perseguidor, el perseguidor, el perseguidor, el perseguidor>> la voz de su mente se intercalaba entre la del niño con síndrome de Down y la de ella. <<El perseguidor Patricia, cuidado con el perseguidor>>
Su respiración pesada, animal, invocaba una sensación de sed.
Ella alzó sus manos abiertas, temblorosas, y las puso al frente, haciéndole una señal sutil. Patricia temía correr, porque algo le decía que eso despertaría su instinto asesino, como un animal. Esos miedos, esas posibilidades surcaban su cabeza. Pensó, inclusive, que tal vez él no la había visto todavía, y que por eso estaba quieto.
<<Dios mío>>
Se dio media vuelta, y se retiró en dirección a la puerta que se hallaba en sentido contrario, temiendo, más que nunca lo que estaba pasando a sus espaldas. No verlo y saber que estaba ahí era peor. Temía que su respiración asquerosa y acompasada se hiciera enojosa, temía el frío impacto de la mandarria contra el soporte de las rejas, o la reja misma abriéndose, o el grito asqueroso, deshilachado de él.
Y temía, además, lo que hubiera pasado de no haber cerrado la reja, de quedarse como una estúpida de pie, de no haber obrado a tiempo. Era peor, miles de veces peor, que pensar sobre la almohada en las repercusiones de ese accidente que pudimos haber tenido.
Sin quererlo se apresuró hasta la puerta, de la que sólo se veía una franja blanca en el medio, gracias a la pobre luminiscencia del pasillo oscuro, casi cavernoso en el que se hallaba.
Al cruzarla, Patricia correría con todas sus fuerzas, queriendo atravesar otras cuarenta salas más.
Sin embargo, eso no ocurriría; la sorpresa de ver a la enfermera Margoth del otro lado, sentada sobre una silla, sería aún mayor…
4
La luz era lúcida, la lámpara despedía un brillo amarillo
y opaco sobre toda la habitación, enmarcada con un tapiz color crema.
No había ventanas, tampoco muebles, sólo una silla, desde donde la anciana se hallaba sentada a sus anchas, observando a Patricia con un rostro que no demostraba sensación alguna. Al lado se hallaba una mesita de café, con un teléfono sin cordón.
Patricia, por su lado, no se había dado cuenta de un detalle más, hasta que lo sintió, a la altura de los tobillos, como serpientes suaves enredándose alrededor de sus pies: el suelo estaba completamente cubierto de sábanas.
De algún lado salía una musiquilla simple, de caja, una tonada instrumental antiquísima, que aunque suave, se escuchaba perfectamente ayudada por el silencio tenso que mantenían ambas mujeres.
Patricia la observó con firmeza, su frente ceñuda y sus ojos negros eran saetas sobre la arrugada señora, que la miraba de vuelta con un dejo de dignidad agrio.
Cerró la puerta detrás de ella, con lentitud.
- ¿Qué está pasando aquí, Margoth?
Pero Margoth no le contestó.
- ¿Se da cuenta de lo que ha hecho? ¿En lo que está usted involucrada? ¿Lo de los niños y todo eso, verdad? ¿Cómo puede vivir con su conciencia, mujer? ¿No le repugna, no le asquea cuando se ve al espejo por la mañana, o cuando se acuesta a dormir? ¿No siente asco por usted misma?
Margoth no se inmutó.
Patricia sintió un leve tirón debajo de los zapatos... la sábana se había estirado.
- ¿Qué va
a hacer cuando todo esto se termine? –Repuso- ningún criadero de
gusanos tan grande como el San Niño se sostiene por demasiado tiempo,
aún en este país.
- Eso es verdad.
Otro tirón más. Patricia lamentó profundamente no haberlo imaginado hace un rato, se vio obligada <<¿y ahora qué, maldita sea? ¿Ahora qué?>> a bajar la cabeza, revisando las abombadas arrugas que se formaban entre la tela.
- Margoth... –dijo,
con toda la calma que pudo aunar- ¿qué pasa aquí?
- Ven acá, Donna...
Un gemido largo, plañidero, con voz de bisagra oxidada bañó sus oídos.
La sarnosa cabeza de la niña se asomó entre las sábanas, viendo con miedo a Patricia. Su ojo izquierdo, muerto, seco, contemplaba la pared, pero el otro, el bueno, la miraba a la vez como a una enemiga. Giró la cabeza para dirigir un gesto de amor a Margoth, quien la rodeó con sus manos y la levantó, a su regazo.
Arrojó un cacareo alegre por esa herida gigantesca que era su boca. Sus piernitas eran ridículamente pequeñas, delgadas, incapaz de sostenerla, sus rodillas esferas sobresalientes <<bolitas de carne>> pensó Patricia, presa de otro esos ecos mentales, involuntarios, que aterrizaban en su cabeza como cometas pequeños, en un pantano <<no, por favor, no, no>> oyó gritar en su cabeza una voz de horror. La voz de un horror de un muchacho que, alguna vez, había tenido el infortunio de ver a esta niña, en una situación parecida.
Los ojos de Patricia se humedecieron.
- ¿Es suya?
La anciana desabotonó la bata, y descubrió un corsé antiguo y rojo, de aspecto inmoral, burdo.
Descorrió una liga y mostró su teta blanda, caída, coronada por pezón maltratado.
La niña colocó su boca ahí, y se quedó quieta.
- Yo no estoy en condiciones de amamantarla –dijo, sin molestarse en levantar la cabeza de la niña – y ella ya no está en edad de mamar. Pero le gusta, le tranquiliza.
Patricia se frotó los ojos con las manos, limpiando sus lágrimas.
- Y es lo único que tiene –repuso Margoth-
Sollozó sin voz, viendo hacia el techo, y luego de vuelta hacia ella.
- Eso no le da derecho
a nada, señora.
- Lo sé.
Empezó a susurrar una canción de cuna, meciéndose suavemente, con su niña en brazos, viéndola como una madre enamorada.
- ¿Por qué
nació así?
- Ten más respeto, estás hablando de mi hija –reprochó,
con obstinación-.
Levantó la cabeza para verla a los ojos.
- Yo cometí errores.
Patricia quiso responder afirmativamente a eso, pero prefirió ahogarlo cuando subía por su garganta.
- Muchos errores –repuso-
Acarició a la niña, arrugando la boca.
- El primero fue pensar
que yo no la iba a querer.
- Me alegra saber de que es usted capaz de querer.
Margoth la miró venenosamente.
- Tú no entiendes,
porque cuando yo pagué el precio, el daño ya estaba hecho. Para
ella, y para mí.
- ¿Qué precio?
- Varios precios. Tú eres una mujer, tú sabes los precios que
pagamos las mujeres, ¿o no? ¿Eres una mujer, Corriz? Yo sentía
que estábamos hablando dos mujeres, esto era una conversación
entre hembras.
- ¿Qué precio?
- El precio de ser mujer, y el precio de mi vida. ¿Te has enamorado alguna
vez?
- Yo nunca.
- No sabes lo que es eso, y yo tampoco, pero al menos yo creí que estaba
enamorada... enamorada de mi espléndido tío.
- Incesto, Dios mío.
- ... el brillante doctor Borghild. El doctor de la familia. El portento.
Levantó la cabeza para dejar salir una carcajada prolongada y ajada, de bruja.
- Maldita familia de mierda, ignorantes. Putos.
Arrimó más a la niña hacia sí, observando sus piernas.
- Igual hubieran dicho
que es un monstruo. Que los follen. Pero así es como les gustaba a ellos.
Todo queda en familia, ¿ves? –preguntó sardónicamente,
levantando a la niña delicadamente- todo queda en familia.
- No entiendo, Margoth –tomó aire, para ahogar el temblor en su
voz- el incesto, la edad avanzada de usted cuando se embarazó, contribuyeron,
pero hay detalles.
- Cosas, sí. Después de todo tú también eres una
enfermera ¿no? La hija de Muriel Corriz. Tú entiendes...
- ¿Qué más hubo?
Margoth liberó una mano y lo mostró a Patricia, enseñándole el demacrado antebrazo, como una simbología de su respuesta.
- Drogas.
- ¿Se drogó usted, además?
- No. Mi tío. Empezó a suministrármelas para que no abortara.
¿Tú crees en el aborto? Yo puedo hacerle creer en el aborto a
cualquier facha vieja nariz parada huele-mierda en tres segundos. Me golpearon,
me amarraron, me daba repulsión saber que iba a parir una hija del modo
como la iba a parir, porque yo sé tanto como tú, yo sé
lo que iba a salir de mi vientre, y las drogas contribuyeron a degenerarla aún
más. Y aún cuando piensas que vas a tener la salvedad de creer
una cosa, la vida siempre acaba sorprendiéndote con que en realidad se
oculta algo peor detrás.
- ¿Peor? –exclamó- ¿Qué puede ser peor, mujer?
¿De qué está hablando?
- Borghild es un hombre de negocios, nena. ¿Tú crees que él
me detenía porque quería salvar a su hija? No... él veía
otra posibilidad de agrandar su colección de niños lerdos para
el negocio que tenía en el hospital, aparte del de los órganos.
El problema es que Donna salió demasiado fea, aún para el gusto
de un viejo cagalistroso con ganas de coger. Por cierto, ¿sabes cuál
es ése negocio, del que te hablo, no? Esa es la mejor parte.
Patricia tuvo que aguantar las náuseas.
- ¿Y cuándo intentó usted dar parte de ello a la policía? ¿Cuándo trató de hacer algo?
La anciana se puso de pie, acurrucando a la niña entre sus brazos. La conversación se había acabado para ella, y ahora, sin más, se disponía a marcharse.
- ¡Es usted una puta degenerada, señora! ¡Es usted tan responsable como el que más!
Margoth caminó hasta la puerta contigua, la niña cacareaba, paseando el mentón en el hombro de ella.
Al girar el picaporte, reveló un pasillo abominable, infinito, y rodeado de candelas vivas y rojas, lamiendo las paredes y el techo, llameando cerca del piso.
- ¡Va a ir al infierno,
Margoth –exclamó Patricia- ¿lo oye? ¡Va a ir al infierno!
- ¿Es que no lo ves, cariño? –dijo con una dulzura que jamás
le había escuchado, antes de cerrar la puerta tras ella.
5
El teléfono que estaba en la mesita contigua a la silla empezó a sonar.
Patricia no tenía ganas de detener a Margoth. Su mente estaba hecha un caos, y ahora era en serio.
Se habían acabado las dudas, los cuestionamientos, los dobles sentidos y las respuestas que debían quedar por resolver más tarde. Se había doblegado la idea de escapar del San Niño, de dar parte a la policía. Había llegado a un punto azul, lejano, frío, devastador, en que todo estaba perdiendo sentido.
La lógica inflexible, madura de adulto se estaba resquebrajando, bamboleaba sobre el tronco peligrosamente, y si se caía, sería para siempre, y no pararía nunca.
Pozo de locura.
Ahora su mente no era una ruleta de temas <<tijeretazos, niños, Margoth, perseguidor, muertos, teléfono>> sino una fístula enorme, sangrante.
<<Teléfono>> el teléfono repicaba.
Y repicó otra vez.
No tenía cordón, no estaba conectado a la pared, no lo alimentaba fuente de energía alguna, pero ahí y ahora era lo de menos... el “¿como sigue sonando?” era lo de menos. Se llevó ambas manos a la cabeza.
Observó por largo rato, lo oyó repicar varias veces más.
Acercarse, levantar el tubo y ponérselo al oído fue una eternidad…
La voz detrás no esperó que ella hablase, sino que recurrió a una vieja táctica: un hórrido y atronador grito de rata llenó todos los agujeros del auricular, haciéndose cada vez más fuerte, acercándose cada vez más a ella, hasta metérsele por el oído. La hizo temblar como si le hubiesen descargado electricidad.
Patricia cayó desplomada al suelo, inconsciente.
VI
Estaba soñando. No sabía qué pasaba con su cuerpo, no sabía
qué sucedía a su alrededor, pero por lo menos, estaba soñando,
y dentro del sueño tenía al menos cierta lucidez, que era como
la llama de una vela, porque iba y venía, amenazada ante la más
mínima brisa.
Tuvo mucho miedo... miedo de ser arrastrada al pasillo infinito lleno de fuego, miedo de ser alcanzada por el perseguidor, y sobre todo, miedo de estar rodeada por algo que ella no conocía.
Pero había un elemento más, uno que cada vez se hacía más latente, algo que poco a poco dejaba de ser un ardid para convertirse en una piedra sólida, metida dentro de su cabeza.
Un tumor cerebral.
Ella no lo sabía con exactitud, no había pensado en la palabra “tumor”, no tenía forma de saber qué era lo que había ahí dentro, pero sí estaba enterada de la existencia de “algo”.
Y ese “algo”, definitivamente, no era bueno... eso también lo sabía.
Ahora era más difícil “abrir” su mente, y de nada hubiera servido, de todas formas: esta vez el problema no estaba dentro de la cerradura de una puerta, sino dentro de ella.
Volvió a caer en un profundo sueño negro, uno en el que se no ve nada ni se siente nada, uno en el que hasta el mismo subconsciente cae completamente inválido. No era que no lo recordaba por ser demasiado profundo: era que Patricia Corriz sobrevolaba con una sola ala el peligroso hueco del coma total.
Y cuando su conciencia regresaba era sólo para estar enterada de su aprieto, porque el abismo negro seguía debajo de ella, lo sentía.
No pensaba en palabras, tampoco en imágenes... era como ver por un pequeñísimo hueco de alfiler en la pared; su mente sólo estaba “activa”, funcionando al mínimo, lo suficiente para saber, en uno de sus regresos, que el tumor estaba moviéndose. Lo sentía sobredimensionado en su cabeza, como una pelota apretada contra el cerebro, teniendo que compartir ambos el mismo cráneo. Era desagradable, porque aquello crecía, y quería moverse.
Era como una guerra dentro de un tablero de ajedrez, una batalla entre dos partes... el problema es que el lado de Patricia no había podido mover la primera ficha todavía, y la batalla estaba ya avanzada.
<<Cosa negra>> pensó, desde lo más ínfimo de su mente <<cosa negra >>
y luego, otra voz, más fuerte, clara: <<ya es la segunda vez que tratan de matarte, Patri…>>
<<Segunda vez>>
Incluso desde su miserable acceso a sí misma, Patricia sabía que quería corresponder a esa voz, quería hablarle, preguntarle cosas, y el sentimiento se basaba en que, cuando toda la esperanza se pierde estando solo, uno ve en las demás personas un poderoso sentido de la esperanza “a ver si puede ayudarme”, “a ver si puede resolverme el problema”, “a ver si no todo está perdido”. Pero todo lo que pudo responder fue “segunda vez”, las dos palabras peor desperdiciadas en toda su vida... era tan desesperante como estar ahogándose en el fondo de una piscina y no ser vistos por la persona que está de pie en el borde, distraída, y como ella no tenía control de su cuerpo, ni de su mente, sino que resbalaba por el camino, tampoco estuvo en capacidad de acelerar sus propios signos vitales. Sólo sufriría un poco, sufriría sabiendo que no podía gritar, ni siquiera desde su propia cabeza.
Y el tumor se movía.
Parecía un germen gigantesco, un insecto repulsivo, de patas largas y abundantes, cuerpo enjuto de zancudo, el parásito transparente que es por lo último que querríamos ser tocados, pero metido dentro del cerebro, acariciando con sus fibrosas extremidades los sesos, quien sabe si borrando cosas, oxidándolo o pudriéndolo todo con su lengua, larga como un nervio, tanteando el terreno.
Nuevamente, la voz que venía desde el borde de la piscina le volvió a hablar, con una voz tan lejana que parecía el murmullo de un eco <<es la segunda vez que tratan de matarte, Patri…>>
Esta vez no contestó el llamado.
Intentaba contemplar “la voz”, dentro de su mente había “ciertos elementos” que le permitían saber quién estaba adentro.
<<No estás devastada, te vas a recuperar>>
No hubo ninguna reacción emotiva ante esas palabras. Patricia sencillamente las recibió. Era como hablarle a un caracol marino.
<<Todo va a estar bien>>, <<pero no puedes dejarte caer>>
<<No puedo dejarme caer>>
Retuvo esas palabras con una fuerza increíble. Como si hubiese alzado sus brazos y utilizado sus uñas para llevarlas consigo.
<<No puedo dejarme caer>>
No la iba a repetir desde los ecos de su memoria para retenerla. No hacía falta. Saboreó cada palabra, hasta entender el significado de la frase. La eficiente Patricia Corriz no necesitaba más.
<<No puedo dejarme caer>>
Comenzó a pensar
en un pequeño grupo de duendes, apilados entre sí, sosteniendo
picos y rastrillos alzados en el aire, y también dos banderas largas
y ondeantes, de azul y rojo a los costados de la fila.
Una vez que tuvo la imagen fija en la cabeza, y consiguió adornar la
secuencia mental con un poco de brisa y pasto, entonces se esforzó por
aumentar la cuenta de los enanos, los imaginaba con ojos redondos y amarillos,
parados todos en posición militar, con unos cascos prusianos que ensombrecían
su rostro.
Entonces, cuando ya había hecho un escuadrón lo suficientemente cuadrado y grande para su gusto, comenzó a materializar otro igual al lado, pero ahora atreviéndose a darles lanzas y espadas, que parecían de juguete, pero estaban tan afiladas como bisturís.
Fue tiempo de crear el tercer batallón, y luego el cuarto, después el quinto... cada uno más osado que el anterior.
Y era difícil mantenerlos en la mente, porque había que cincelarlos en la memoria, no dejarlos ir, Patricia no podía permitir la eliminación de una fila entera mientras estaba creando otra. Era igual a mantener el equilibrio haciendo malabarismos.
El campo virtual que imaginaba en su cabeza se agrandaba más, lo necesitaba. En consecuencia, sin quererlo, “perdía” zonas repletas de enanos. Pero eso no importaba, porque la obligaba a agilizar la mente: ella los volvía a materializar, y donde antes estuvo uno ahora aparecían dos, cubriendo cada punto del panorama, lentamente, trabajando tan rápido como su propia imaginación la dejaba. Cuando un sector se hallaba repleto, entonces lo hacía más grande: ahora habían batallones de duendes montados en caballos, en elefantes, sobre plataformas. Intentaba no olvidar la posición de cada legión, mantenerlo todo pegado en la cabeza <<ahora o nunca>>, para que no se desvanecieran, pues su ejército se haría más pequeño, y eso era lo peor que podía pasar. Necesitaba ayuda de todos.
Para aumentar el terreno, Patricia descubrió que tenía que <<“elevarse”>>, eso era más fácil que fantasear que su visión era más potente (y de ese modo, crear más terreno visible a lo lejos), si se elevaba, entonces aparecería más fácilmente: engañaba a su mente tomando un atajo para lograr exactamente la misma cosa.
Patricia supo reconocer sus límites, su mente los dibujó antes que tuviera que echar marcha atrás su propia obra: la línea de un horizonte estaba perfectamente delineada en el campo de su cabeza, y todo lo contemplable no dejaba un solo hueco en el que pudiese verse otra cosa que su ejército de enanos.
Hacía varios años, cuando trabajaba bajo la supervisión de la delicada Carol Garou, en el Buena Ventura, había tendido regularmente la cama de un niño que solía levantar tantas depresiones como suspiros por sus pegajosas risas y optimismo que, desgraciadamente, estaban acompañadas de una cabeza completamente calva.
“No se preocupen” –contaba- “tengo un ejército que pelea todos los días contra mi cáncer”.
Días más tarde, Patricia supo a lo que se refería: el niño imaginaba a un ejército de caballeros que todos los días se batían a muerte contra un monstruo gigantesco, representado por su mal.
Al chico le gustaba dar avances diarios del estado del combate, explicando que ese día podía ir a jugar béisbol porque habían conseguido hacerle mucho daño la noche anterior. Cada vez que Patricia lo veía entrar al Buena Ventura, después de la semana en que le recetaron los medicamentos de la quimioterapia, el chico alegaba que tomaba las medicinas pensando que en realidad eran misiles, que caerían desde bombarderos sobre el monstruo. Su calvicie, según él, era sólo un efecto secundario “porque los campos quedan algo devastados después de los bombazos, pero la hierba vuelve a crecer”. Patricia se sentía sobrecogida cada vez que lo escuchaba.
Y ahora estaba haciendo exactamente lo mismo: y ya estaba preparada para enviar a su ejército contra el intruso que estaba en la cabeza, y si en verdad no estaba loca, y si en verdad había visto las cosas que había visto, y si tenía poderes y su mente era tan poderosa como lo imaginaba, entonces iba a resultar. Sabía que sí.
El tumor en su cabeza se movía, lentamente, afincando sus patas.
Su banco de memoria fue capaz de recrear el sonido de millones de voces, y su ímpetu fue extraordinario para imprimir furia en su ejército: todos rodeaban al monstruo.
<<Patri...>>
<<Patri, cariño, es un tumor, no te detengas>>
Y Patricia hizo lo que se le ordenó: no se detuvo. Si no podía ayudarse apretando las manos o pegándole a algo, su sola imaginación, y su sólo poder <<porque lo tienes, nena, eres poderosa, a ti nadie te vencerá>> serían suficientes para imprimir todo el carácter brutal a las lanzas, a las espadas, a los cañones, todas desangrando al dragón, que gritaba como una bestia herida.
<<Cariño, lo estás desintegrando, lo estás desintegrando>>
<<Sí mamá, es mi ejército>>
Pero Patricia no tenía forma de saber que sólo se ayudaba de su imaginación para pelear, y eso era lo mejor: que ella no lo supiera.
La sensación del tumor desintegrándose fue similar al de ganar una competencia tirando del otro lado de la cuerda, arrastrando al otro grupo al charco, haciéndoles ceder como si fueran una enorme pared de arcilla.
<<Cariño, lo haces bien, lo haces bien, vamos>>
<<Es un tumor>> repitió Patricia <<es un tumor>>, guardaría esas tres palabras en un cajón para saborearlas después, para entenderlas. Todo lo que ella sabía es que ahora estaba combatiendo contra un monstruo, y había que matarlo.
El ejército se amontonaba alrededor de la bestia, los enanos se subían unos sobre otros, clavando sus instrumentos maliciosamente. Eran los duendes de ella, ella era su diosa, estaban dispuestos a morir por la causa.
En otro plano de realidad sintió dolor, dolor real, no imaginario, dolor en su cabeza. El tumor palpitaba, chocaba contra los sesos y los apretaba, deslizándose por el horizonte craneal. No era un contraataque, estaba sufriendo, e intentaba escaparse, desenquistándose <el monstruo se escapa, no dejen que escape, perseguidlo.>>
Nuevamente, lo sintió moverse. Patricia era una mente atrapada dentro de la fortaleza que era su cuerpo, y <<el monstruo, ¡cuidado!>> era enorme. Ella defendía su propia fortaleza.
Y finalmente dejó de moverse, porque estaba débil, y herido.
<<Eres poderosa, Patri, estoy orgullosa de ti, corazón>>
Y se estaba haciendo más pequeño. Ya el ejército no hacía falta, porque podía completar el trabajo ella misma: sujetaba un hacha inmensa entre sus manos.
<<Lo estás desintegrando, sigue concentrándote>>
El monstruo era un árbol seco, negro, con cientos de raíces, inmóvil, acorralado en la pared de un hospital imaginario. Patricia cortaba sus ramas, alzaba el hacha en el aire, una y otra vez, despachándolo.
<<Amor, estoy orgullosa>>
Las ramas amputadas volaban alrededor de ella, mientras el árbol se hacía más, más pequeño.
<<Lo estoy haciendo yo sola>> pensó <<lo estoy haciendo yo sola>>
Su campo de visión se hizo mucho más claro, el sueño se estaba acabando. Casi lamentó tener que soltar el instrumento de guerra.
Los horizontes se agrandaban, su cerebro se despertaba, suavemente, y con ella, todos los sentidos.
<<¿Mamá?>>
<<Patri, tú tienes que acabarlo...>>
<<Mamá, ¿qué pasa? No oigo la mitad de lo que dices, no te escucho, no...>>
El pulso empezó a acelerársele. Su cuerpo hizo ignición, recuperó sus funciones: sintió dolor en la cabeza, y en las piernas. Nuevamente era humana. La voz en su cabeza se perdía, y ella lo lamentaba, porque sabía que la voz era más importante.
<<Mamá, ¿qué me dices?>>
Irremisiblemente, Patricia fue eyectada al exterior.
Abrió los ojos, sintiendo un sacudón eléctrico en su cuerpo.
Cobró conciencia de su respiración, sus nervios y su migraña: estaba viva, despierta.
Pero no podía dejar de pensar en las voces. Sobre todo porque ahora no había una rama de la adultez que pudiera resquebrajarse, Patricia ya lo había dejado atrás. Era muy tarde para la comadrona inglesa en su mente, ahora estaba convencida. No hacía falta esperar a un después para pensar más detenidamente en ello. Sólo tenía la sensación de haber perdido a su madre una vez más, de abandonar su alma en el pozo de su subconsciente, donde hubiera podido hablar con ella.
Sin embargo, entre la confusión, fue capaz de rescatar una frase, que se trajo consigo, desde el mundo de los sueños:
<<Termínalo por mí, mi niña>>
2
Le tomó tiempo enfocar los ojos. Estaba desorientada.
<<los campos quedan algo devastados después de los... de las grandes batallas, pero la hierba vuelve a crecer>>
Se frotó los ojos varias veces, antes de bajar las manos a su regazo, y ver el lugar donde se encontraba.
No le tomó mucho tiempo darse cuenta: era la morgue del San Niño. Estaba en una de las tantas camillas que surcaban en dos filas la larga sala. Las luces estaban a medio encender.
Se sintió fría al saber que estaba arropada hasta la cabeza como el resto de los cadáveres.
Las sábanas estaban inmundas, con manchas de grasa sobre la tela. El olor a podredumbre fue lo que más le ayudó a despabilar; había surcos de sangre por todo el suelo, y algunas camillas estaban volcadas, amontonadas sobre otras.
Del lado contrario se hallaban cuerpos desnudos, caminando en círculos, arrastrándose a las paredes. Una niña, con la enorme cicatriz en forma de Y adornando malamente su torso, la cabeza dislocada sobre el cuello, y la piel gris, vacía, caminaba como una muñeca manejada por un titiritero. Otros pocos cadáveres se arrastraban cerca de ella, con movimientos que asemejaban al de máquinas.
Todo eso era acompañado por el suave rechinar del cordón que sujetaba unas de las lámparas redondas, sobre la cual estaba puesta un cobertor también manchado, cuyos bordes caían a los lados, fantasmalmente.
Se sentó sobre la camilla, y deslizó sus piernas por el borde de esta, colocándose de pie. Afortunadamente no la habían desvestido. Supo agradecerlo aún en su amodorramiento.
Caminó entre las camillas, acercándose a los cuerpos.
La sensación explosiva, casi orgásmica que recorría su cuerpo era interminable. Se sentía poderosa.
Ya no sentía miedo.
Abrió su mente, fijando su mirada al frente.
<No podemos descansar en paz>
El hombre teme a lo que no entiende, a lo desconocido. Patricia Corriz en cambio entendía muy bien.
Los observó con convalecencia, ahora era una diosa.
<<Termínalo por mí, Patri, anda...>>
<<Acaba con este maldito lugar, y todo lo que contiene>>
Se dio media vuelta, en dirección a las puertas del fondo.
3
La enfermera Lilly se hallaba en la cocina, llenando su boca de la carne de
una pata de cerdo que agarró de una bandeja.
Cuando comía, lo hacía con desesperación... no podía evitarlo, tenía que llenar su boca hasta que fuese un masacote redondo de proteínas y carbohidratos, y masticarlo todo, dejando caer porciones considerables de comida. Le gustaba, le daba seguridad, tenía comida, y la comida era importante.
Apretaba contra su teta un cuaderno. Cuando se jartó de cerdo la otra mano se ocupó entonces con un cucharón sopero que recogía ingentes cantidades de ensalada rusa. La mayonesa se le deslizaba por la comisura de la boca, goteaban por su gorda barbilla. Hay que decir que estaba teniendo especial cuidado ahora, sin embargo... no quería manchar el diario, porque todavía conservaba algo del olor de él, de aquel chico que le gustó tanto. Ella se lo había robado. Lilly le gustaba oler las páginas por la noche, y uno de sus secretos mejor guardados es que también olía las almohadas de los chicos que les gustaba, así como las sábanas. La vez que llegó más lejos fue cuando hurgó en la basura para meterse en el bolsillo un puño de papel higiénico con semen. Se sintió tan emocionada como un niño bajándose su primera película pornográfica de Internet.
Extendió un dedo para recoger restos de mayonesa pegados al bol de la ensalada, para chuparlo con avidez... la sangre del cerdo y la mayonesa hacían una salsa que le gustaba. Lamentó no tener pan.
Lilly disfrutaba la comida, vaya que sí lo hacía. Era una vieja costumbre, o tal vez una vieja enfermedad (eso la hubiera consolado especialmente) pero mientras más años de vida pasaban (y descontaba muchos que vivir con sus excesivos vicios) más gruesa se ponía, y el barril que era su estómago se transformaba, lentamente, en un pozo. En un pozo que demandaba con tanta autoridad, que no le permitió escuchar al elevador de la cocina, subiendo lentamente, detrás de ella, con alguien a bordo.
Lilly volvió a coger el cucharón, lo agarraba con el puño cerrado, con fuerza, como si lo empuñara, para recoger la grasa de la bandeja donde reposaba el cerdo carcomido y llevársela a la boca, como un avioncito.
Ya tenía la mitad de la lengua afuera, esperando dejar caer el jugoso manjar adentro, cuando el portillazo de la reja abriéndose le hizo dar un salto, tirando la cuchara y el diario al suelo.
Se giró, pegando el culo a la mesa
Patricia se puso frente a ella, viéndola.
- ¿Qué llevabas ahí?
La joven respondió con un aullido.
Patricia recogió el diario, y abrió la tapa.
Sus ojos circularon por varias líneas, antes de levantarse, taladrando a Lilly, quien la observaba con la boca abierta, la lengua todavía tenía trozos de comida.
- Esto no te pertenece.
Se limpió los dedos sucios con su bata blanca, no tanto por higiene como que no sabía qué hacer con ellos: estaba nerviosa.
- ¿Además son rateros, aquí?
Un gemido angustioso fue todo lo que tuvo Patricia por contestación. Logró discernir un “no” engéndrico seguido por un “sí” y luego un “no fue mi intención”.
- Dime, ¿has hecho cosas malas aquí en el hospital?
Esa pregunta fue la peor de todas. Ahora sí estaba por echarse a llorar.
- ¿Lo has hecho,
cariño? Habla conmigo.
- Me han hecho hacerlo –sollozó, con pavor-
Patricia dejó el diario sobre el costado de la mesa. Se sentía eléctrica, como una tormenta, pero una tormenta buena. Sabía que no estaba encarando a un criminal, sino a algo peor: un fantasma en pena. Y no tener miedo era espectacular, era poder.
- Sé qué eres. Sé que formas parte de este lugar. Tú también estás atrapada aquí, como todos, pero no eres como los niños, no eres como los demás, no, tú eres igual a Margota, salvando las diferencias. Quizá no tan mala, pero eres como ella.
Lilly apretó los dientes, gruñendo. Empuñó el cucharón y lo blandió frente a sí, amenazadoramente.
Patricia le cruzó el rostro de una cachetada, antes de cogerla por las solapas de la bata.
La gorda pegó un grito atronador, su inmensa campanilla se movía de un lado a otro, como el remedo ridículo de un personaje animado.
- Cállate.
Sentía su blanda carne temblar debajo de sus puños.
- ¿Dónde están los demás?
Pero la gorda meneó la cabeza varias veces.
- No puedo responderte eso.
Patricia la observó a los ojos, y ahora no le hacía falta abrir la mente para verlo todo claro, para percibir esos detalles que todo este tiempo habían estado escapándosele, escurriéndose entre sus dedos. Ahora veía, la nueva Patricia veía con mucha claridad, sí, veía el abandono humano en los ojos de Lilly, la gelidez de sus pupilas negras, su piel blanca percibía la inexistencia de su aura. Ella era distinta, distinta a los vivos.
<<Termínalo por mí, Patri, anda...>>
<<Termínalo por mí>>
En aquel lugar, cuando esos ojos muertos estaban posados sobre los suyos, Patricia Corriz supo exactamente cómo terminarlo.
- Muéstrate como eres.
Y abrió su mente.
La piel empezó a pudrírsele a Lilly, a la vez que pedazos de cara se le deslizaban por las mejillas, como masas, cayendo al suelo, mostrando el hueso detrás de las mejillas, y la nariz triangular debajo de los cartílagos y la piel... una ceja se le despegó como un gusano cayéndose de la pared, y los labios se desintegraron como la ceniza.
Las paredes temblaron, la pintura cremosa se caía, el cerdo sobre la bandeja se pudrió al instante, y las cerámicas del suelo comenzaron a romperse, como huevos estallando. Las puertas de madera de la cocina crujieron antes de caerse, una tras otra.
El largo corredor principal de la primera planta del hospital San Niño quedó visible para ella.
Y los vio a todos.
Ahí estaba el enfermero Paul, y también Franklin, Roberto, Juan, Páez, Torres y muchos más, todos lánguidos, podridos, con la piel carcomida sobre sus huesos, mirándola con angustia.
Patricia los observó de vuelta, con dignidad.
- Me han intentado matar dos veces y han fracasado. ¿Han venido a probar suerte, otra vez?
Ninguno le contestó.
Lilly tornó su rostro en una corroída, purulenta expresión de horror.
De pronto, todos se movieron cansadamente, con lentitud, abriéndole paso a alguien más importante, que caminaba al frente.
El doctor Murillo se acercó al pie de la cocina, la cuenca del ojo sano estaba vacía, se podía ver el fondo marrón de su cabeza. Sus cabellos, al igual que su piel descompuesta, era gris.
- El doctor Borghild quiere hablar contigo.
VII
Debía ir hasta el tercer piso del hospital. No hizo falta que se lo dijera
nadie, a estas alturas, las palabras sobraban, ella sencillamente lo sabía,
la concentración de energía más grande de todo el San Niño
venía de ahí arriba.
Patricia ascendió a través de las escaleras, escuchando infinidad de voces entrelazadas entre sí, algunas eran sólo ecos, otras, eran dirigidas hacia ella. Podía sentir una enorme cantidad de miedo manando de las paredes, del techo, había muchas miradas invisibles siguiéndola, paso a paso, por las escaleras.
Un acceso de dolor cruzó su cabeza, producto de la presión: estaba ya en el segundo piso, faltaba un par de tramos de escalera para llegar, el ambiente se estaba volviendo cada vez más turbio, era como descender a las profundidades del océano sin una escafandra.
El domo de su mente se abrió un poco, exponiendo sólo una delgada línea al exterior. Lo que percibió Patricia en ese momento podía describirse como el de estar dentro de una bola inmensa de gusanos vivos.
Escuchaba también el eco del torrencial de agua cayendo fuera, golpeando las ventanas del hospital, la tormenta eléctrica arremolinándose alrededor, descargando su furia sobre el tejado.
El inmenso número
3 sobre la puerta apareció entonces en sus ojos, al tope de las escaleras.
Detrás de Patricia, las paredes se hallaban corroídas, víctima
de cantidad de años en abandono, y la oscuridad era perpetua, fría,
tal cual era realmente, a la vez que delante, todavía había pintura,
todavía se conservaba el antiguo San Niño tal como fue alguna
vez.
Colocó la mano sobre la superficie de la puerta, al paso de sus dedos
la pintura se desconchaba, el hierro se abombaba para explotar en pequeñas
tiras de metal, el 3 se desintegró hasta ser una mancha irreconocible.
Detrás de la puerta había crujidos, como si el piso entero detrás estuviese lleno de aceite hirviendo. El hospital se estaba defendiendo del germen que la estaba infectando por dentro.
Patricia levantó el mentón y cruzó la puerta.
- ¡María! –chilló una voz aguda-
Los niños giraron sus cabezas sorprendidos. Había al menos treinta chicos husmeando por el pasillo, las puertas de las habitaciones estaban abiertas, habían percibido su llegada desde lejos.
El pequeño guardaespaldas fue el primero en correr hacia ella, lanzándosele al vientre, con sus brazos alrededor de ella.
- Yo les dije que iba a venir –exclamó, con los ojos húmedos- les dije que iba a venir.
Todos se arremolinaron en torno a ella, levantando sus manos para tocar sus piernas y brazos, viéndola a la cara con sus ojos iluminados. Habían escuchado de ella por otros chicos, pero ahora era primera vez que algunos la veían. Patricia se inclinó y extendió los brazos, abarcando los más que pudo.
Había rostros nuevos que ella no conocía. Muchos, inclusive, no sufrían ningún retardo mental, y tenían cuerpos sanos. Había ojos profundos, azules, llenos de miedo. Ninguno estaba exento de alguna marca o cicatriz, que recordase su dolorosa vida en el San Niño: el rostro cruzado por una vieja herida, una cortada, una marca.
Victoria se acercó, viendo, incrédula, la escena. Había salido de una habitación, tal como los otros niños, apoyada sobre sus muletas, con el faldón danzando suavemente sobre el lugar donde deberían estar sujetándolas sus piernas. La niña se apresuró a dejar sus muletas a un lado, para acercarse al grupo, usando sus brazos como apoyo. Patricia la recogió en su regazo y la colmó de besos en la frente.
<<¿Qué hacen?>>
<<Sácanos de aquí, por favor>>
<<ayúdenos>>
<<estamos atrapados>>
<<Tenemos que salir>>
<<se lo suplico>> <<mi hermano también está
adentro>>
<<nadie puede salir de aquí>>
<<no somos unos monstruos, por favor no se asuste>>
<<nos han encerrado>> <<se lo ruego>>
<<hágalo por mí>>
<<señora, por favor...>>
yo también quiero irme>>
<<señorita, ayúdeme>>
<<tenemos problemas>>
<<demasiados años, ¿sabía que soy técnicamente
mayor que usted?>>
<<me han hecho daño>>
<<todos tenemos miedo>>
Sentía el tacto de sus pequeños dedos gélidos, el frío que manaba de ellos se colaba a través de su ropa, transportándose hasta su piel. Con todos apretados alrededor de ella, Patricia no tardó en empezar a tiritar.
Se escuchó el lento, pero altísimo rechinar, que provino del otro extremo del pasillo, como un enorme garfio, arrastrándose por una pizarra.
Los chiquillos giraron sus cabezas, con los ojos tan abiertos que formaban arrugas sobre sus frente, gimiendo al unísono.
Todos huyeron a sus habitaciones, uno por uno, detrás de sus traseros la puerta se cerraba automáticamente, de golpe.
Patricia se puso de pie, y se dio la vuelta.
Un hombre petiso, con una bata médica estaba observándola, desde allá. Los brazos, firmes, caían a los lados de sus caderas como un robot.
La luz hacía brillar su amplia frente, evidenciando también su cabeza, quizá un poco grande para su cuerpo; sus cabellos negros y brillantes hallaban peinados todos a una sola dirección.
Removió sus bigotes, con una mirada inescrutable, tapada por unas gafas de espejuelos redondos, y diminutos.
- Doctor Borghild.
Borghild deslizó una mano en uno de los bolsillos de la bata, y extrajo un libro, arrojándolo al aire. Cayó cerca de Patricia.
- Confío en que se va a ir ahora de mi hospital –sugirió el hombre, que tenía una voz inusitadamente antigua, como la de un locutor radial de los años 50- tal como lo hizo su madre.
Le desagradaba tener que mirar al piso, no quería tener que levantar la mirada y darse cuenta de que el hombre se había acercado unos treinta pasos, además, algo en el fondo de su mente le decía que no lo hiciera.
Pero de todas formas, lo hizo, y echó una rápida mirada al libro... conocía bastante bien la letra redonda y elegante que cruzaba la portada
MURIEL CORRIZ, DIARIO PERSONAL
- Ya no hace falta, doctor.
Borghild la examinaba, sin decir una palabra.
- No hace falta, porque ya sé lo que pasó.
Inclinó un poco sus espaldas para echar la cabeza hacia delante, como para verla más de cerca.
- Sé lo que pasó –dijo, sin poder evitar que le temblara la voz-.
Borghild empezó a jugar con su estetoscopio, girando el cable por donde guindaba una de las trompetillas.
- Escuché que su
madre más nunca volvió a ejercer de enfermera. ¿Fue cierto,
señorita Corriz?
- Sí. Verá, ella siempre le tuvo miedo. Consiguió salvarme
de usted, pero no por eso dejó de considerar que su silencio fuera un
pecado.
El hombre movió ligeramente la cabeza.
- Sí. Es que estaba muy alterada.
La mente de Patricia se convirtió en un témpano frío. No había remordimiento en aquel espectro; estaba hablando de su madre como si todo lo que ella hubiese visto fuera una travesura. No podía increparlo, porque no hallaba por dónde empezar, se salía del nivel del vocabulario que ella controlaba, de su capacidad para explicarse, era imposible esperar dolor, comprensión, remordimiento alguno. Era un granjero observando cómo mataban a los pollos. Lo que pasó tenía que pasar y ya, y no había cacareo lo suficientemente alto o doloroso para hacerle cambiar de opinión.
<<Es un maldito hijo de puta, con el perdón de Dios. Me importa si puede escuchar mis pensamientos o no>>
Borghild chasqueó la lengua, con cara de querer comerse un caramelo. No dejaba de verla.
- ¿Y qué hicieron con usted, Borghild? ¿Se supo alguna vez la noticia?
La presencia no le contestó, pero no dejaba de mirarla.
- ¿Va a seguir el
ejemplo de su madre, señorita Corriz? ¿Se va a ir?
- ¿Me va a dejar ir, doctor?
El hombre sonrió y asintió con la cabeza, sin mucho entusiasmo.
- Bien, lo tomo. Pero me voy a llevar a todos los que se quieren ir conmigo.
La reacción fue inmediata, y Patricia la sintió en el ambiente. El hospital entero latió. Las comisuras de los labios de Borghild se fueron hacia abajo.
- No.
- No los puede seguir reteniendo, doctor. El San Niño es una aberración
atrapada en un limbo, y debe acabarse. Todos deben ir a su lugar, y eso lo incluye
a usted.
- No.
Cada no, cada vez más duro y seco, se sentía como un martillazo en el aire.
- Yo no le tengo miedo, Borghild.
El hospital entero latió otra vez, el pasillo empezó a hacerse más corto entre ella y él.
- Nadie abandona este lugar.
- Y los demás tampoco deberían tenerle miedo.
Las presencias se arremolinaban detrás de ella, las sintió como un calor en la espalda, llegando una tras otra.
Un hombre alto, calvo, con un mazo de naipes sobresaliendo del bolsillo de su camisa se hallaba a su lado, y detrás la presencia de una monja sin labios, observando implacable al doctor, tal como un niño hidrocefálico tras sus faldas, ocultando sus dedos aplastados.
Y después un enfermero, con los brazos cruzados, y más allá otro, y luego una chica, y también los niños, no treinta, sino alrededor de trescientos.
- No pueden abandonar este
lugar –insistió Borghild, sin inmutarse - nadie lo hará.
- En eso está equivocado, doctor –le rebatió, con voz temblorosa-
sí pueden salirse, y desde hace rato lo están haciendo, porque
ya supe cómo.
El rostro de Borghild se contrajo en una mueca horripilante. Giró su cabeza a la izquierda, observando una puerta que explotó en pedazos, seguido de una pared y una ventana que corrieron la misma suerte. Entonces vio el exterior, y en el exterior la larga salida del San Niño: ya no había tormenta, ni nieve, ni brisa. La salida estaba libre.
Las almas, como pequeños cometas, salían contentos afuera, indetenibles, cruzando el camino de los árboles, perdiéndose en el cielo.
Borghild arrugó el rostro hasta lo indecible, convirtiéndola en una masa convulsa de furia. Arrojó una mirada enorme a Patricia, sus ojos eran de un color azul lechoso, como el de los cadáveres, acompañada de un gruñido grotesco, inmenso, que se resumió en cinco altisonantes palabras: maldita puta, te voy a matar.
Todo el gentío detrás de Patricia se puso a correr al instante, salieron disparados por las escaleras, por las paredes, todos precipitándose hacia el exterior del hospital, para unirse a las otras almas del manicomio a la salida. Las puertas de entrada del hospital se abrieron de par en par, las otras, de las habitaciones, los quirófanos, los pasillos, las oficinas, el restaurante, todas, se abrían y se cerraban violentamente, las ventanas también hacían lo mismo, una y otra vez, las alacenas en la cocina se desprendieron de sus soportes, las gavetas salieron disparadas, los cubiertos se desparramaron por el suelo, la portezuela del ascensor de la cocina se abría y cerraba. En el manicomio las rejas de los calabozos se cayeron, las paredes de ladrillos explotaron, las ventanas de la sala donde retenía a los niños especiales se vinieron abajo. Las chimeneas despegaron como cohetes, los bloques se desperdigaron por el aire y ahuecaron el tejado, por el hueco que quedó salía un chorro de fuego y cenizas, disparado al aire como un volcán.
La enfermera Lilly se prendió del brazo de Paul, con miedo. Ambos estaban en la cocina, la cual se estaba deshaciendo lentamente, en un temblor quejumbroso. Observaban al torrente de personas que se marchaban del hospital, extasiados de ver que nada los detenía, armando un alboroto.
Ambos espectros, corroídos y podridos, se vieron mutuamente a la cara, con una expresión que delineaba la frase “¿y ahora qué?”.
Patricia sentía que el suelo temblaba, el piso entero estaba lleno de ese sonido seco, crujiente, propio de una estructura que estaba a punto de caerse. Una viga gigantesca se desplomó del techo y cayó pesadamente al suelo.
- ¡Te voy a matar, maldita puta! –le gritó una voz que sonaba como proveniente desde el fondo de un abismo- ¡te voy a hacer pedazos!
Las piernas de Borghild desaparecieron, su cuerpo perforaba el suelo. Sus caderas y costillas se ensanchaban, como un tronco. La tela de su bata le cubría, dilatándose todo lo necesario, mientras que por la tela resaltaban cantidad de líneas con forma de venas, arterias, que se hacían inmensas, surcando su cuerpo como serpientes.
Se dobló sobre sí mismo como una mantis religiosa. Su cráneo rozaba el techo, sus brazos, pequeños en comparación al resto de su cuerpo parecían como los de un tiranosaurio. El hoyo que estaba cavando en el suelo con su cuerpo menguante no fue suficiente para dejar paso a las inmensas esferas de carne que antes eran sus piernas, y por las cuales salían millones de ramas secas, largas, que guindaban como tentáculos en el aire, por el área desplomada que antes había sido el segundo piso.
- Perra, no tienes derecho –chilló con voz monstruosa-
La cabeza de Borghild la veía desde escasos metros, sobre ella, su cuello alargado se había transformado en una anémona palpitante.
- ¿Qué esperas? ¡Vete de aquí! Eres fuerte, pero no puedes con él.
Patricia observó detrás de sí, confundida.
- Me vas a romper el corazón
si dejas que te mate, vamos, yo te voy a guiar hasta la salida.
- ¿Quién eres, cariño?
El joven moreno y bien parecido, con cabellos negros que se derramaban a los lados de su cabeza, y unos anteojos, la observaba ansiosamente.
- Eso no importa, ¡rápido nena, muévete!
<¡No te vayas, puta!>
- Ve por las escaleras –le sugirió- corre... tienes poco tiempo, se va a derrumbar.
Patricia se apresuró por la puerta, corriendo escaleras abajo, tan rápido como su humanidad se lo permitía. Saltaba los escalones de a dos.
La pared en frente de ella se vino abajo, las raíces de Borghild paladeaban el cráter, buscándola.
- ¡Vamos!
La frente de Patricia estaba llena de sudor. En su vida había corrido muy pocas veces, y ahora lo hacía por su vida.
Cuando llegó hasta el primer piso, se detuvo.
El camino a la recepción estaba completamente derrumbado, sus pies guindaban al borde de un hueco enorme. Abajo, una luz blanca e inmensa titilaba en la oscuridad. El San Niño se estaba consumiendo a sí mismo.
- Me temo que hasta aquí
he llegado, gracias, cariño. Ahora tienes que irte.
- Nada de eso –la interrumpió otra voz, igual de joven, pero femenina-
La cabeza de Borghild se asomó desde arriba.
<¡Déjenla! ¡Ella es mía!>
- ¡Salta por el hueco,
Patricia!
- Sí, es lo único que te queda por hacer –sugirió
el chico-
Patricia estaba aterrada. Se asomó, viendo hacia abajo: habían por lo menos diez metros entre ella y un costal de rocas apiladas.
- ¡De prisa! –Gritó la chica- Tú sobreviviste al tumor que me mató, ¡una caída no va a poder contigo!
Patricia cerró los ojos, y saltó.
2
El sargento Ezequiel Martínez se despertó, al escuchar la voz lejana de su esposa hablando, aterrada.
- ¿Qué pasa? –preguntó, con voz atontada-
Pero la señora Martínez no lo escuchó, porque hablaba con el inalámbrico desde fuera de la casa.
Ezequiel pateó las sábanas, y se asomó por la ventana. Todos los vecinos del vecindario estaban en la calle, con sus pijamas, viendo, aterrados, al norte.
Una hálito de luz azul cubría el horizonte, titilando.
Lo primero que se le vino a la mente fue la palabra “incendio”, pero los incendios no eran azules, ni tampoco brillaban así, como si estuvieran vivos.
Lo segundo que se le vino a la mente, sin embargo, le heló el corazón.
<<Valle de la Calma... San Niño>>
Ezequiel se precipitó sobre la mesita, cogiendo la pistola y las llaves del auto.
3
Su compañero, Freddy Fioritto tenía el trasero puesto sobre la cama, calzándose sus pantalones de policía.
Estaba gruñendo, como siempre, porque mientras más se apuraba, más se retrasaba. Lo primero que había dicho al ver la cúpula de luz en el norte fue algo así como “esos lerdos de Valle de la Calma van a necesitar a la policía de Bariloche otra vez”.
Para cuando salió de la casa, con la camisa sin abotonar, su esposa, no dispuesta a perderse ese espectáculo por nada del mundo, lo estaba esperando ya en el coche patrulla, con la placa de policía guindada en su dormilona blanca.
4
El oficial McKenzie salió disparado a la calle pensando que su futura esposa podía correr peligro. De hecho, por un momento llegó a pensar que el hotel se estaba incendiando con fuego azul.
Tenía sus lentes de sol de cien pesos colocados. Y sí, claro que eran las doce de la noche, pero eso no importaba: era necesario tenerlos, porque la luz que provenía del otro lado de la barricada de pinos que cubría el pueblo era tan, pero tan poderosa, que los vecinos habían tenido que ocultarse dentro de sus armarios para evitar quedar ciegos.
Era como si una cámara fotográfica del tamaño de la luna estuviese echando fotos sobre ellos.
5
Patricia tenía los codos y los brazos raspados, y sentía las rodillas
hechas trizas. En la frente le goteaba sangre.
Podía ver la imagen temblorosa de la salida del hospital, al final del corredor.
- ¡Párate! –Le gritó la voz del joven, ayudada por la presencia femenina que estaba con él- ¡Vamos Patricia!
Patricia se arrastró fuera del montículo de rocas, el dolor palpitante, agudo que venía desde las rodillas le reclamó de inmediato, como mordiscos furiosos.
Respiró profundo, parpadeó, y volvió a ver al frente: sus ojos estaban nublándose.
Borghild se acercaba desde arriba, viendo con un placer desmedido el camino de sangre que estaba dejando.
Se aferró al suelo, sintiendo que temblaba violentamente, gracias a que enormes pedazos del techo del primer piso se venían hacia abajo, aplastando las oficinas contiguas.
- ¡Vamos Patricia! ¡Hazlo por tu madre! ¡Te está esperando afuera!
Mordió su labio inferior, y gruñó, echando mano de todas sus fuerzas.
<<Summa cum laude en enfermería, la jefa de enfermas del Buena Ventura más joven en la historia de Buenos Aires…>>
Sus rodillas se apoyaron pesadamente sobre las rocas, una de ellas era puntiaguda. Gritó de dolor, y apoyó la frente al suelo.
<<Una joven y talentosa enfermera, futuro brillante, trayectoria impecable, querida, con grandes posibilidades de ser amada, linda>>
Apoyó el pie en el suelo, y se levantó, llorando. Las lágrimas se deslizaron por su cara, junto con la suciedad del polvo.
Su visión seguía temblando, necesitó ayuda de una pared cuando tropezó con una roca, se enderezó, siguió andando.
<¡Espera! ¡Espera maldita!>
Extendió los brazos al frente, sin respirar.
<<El abrazo de un paciente, el perfume de su madre, salvada del San Niño>>
El inmenso cuerpo de Borghild cayó en el mismo espacio que ella había estado ocupando segundos antes. El montículo de roca se desintegró, las paredes se caían encima de él, rompiéndose al instante.
La sangre le tapó un ojo, tragó saliva, y al hacerlo, las rodillas volvieron a reclamarle. Se detuvo.
Patricia se inclinó, colocando las piernas sobre sus muslos, y, al mismo tiempo que gritaba, dio un brinco adelante, saltando a través de la puerta, volando sobre las escaleras, y cayendo en la suave almohada de nieve.
Escupió hielo, y aleteó hasta la redoma del hospital, cerrando los ojos con fuerza, para protegerse de las luces.
El San Niño flotaba en el aire, como una maqueta gigante. Debajo había un hoyo inmenso, azul, un sinsentido que se tragaba lentamente al hospital, el cual se desintegraba a sí mismo de una forma digna de él: como un ano, un hueco justo debajo de la plataforma de asfalto, despedazándose en chorros de concreto y materia. Detrás de él, el manicomio corría exactamente el mismo destino.
Las paredes se agrietaron engullidas, como un auto en una aplanadora. El último chillido de Borghild se confundió con el crujir de la estructura.
El sonido de un sinfín de patrullas de policía se acercaba, por el horizonte.
Patricia se giró, quedando de espaldas a la nieve. El esfuerzo le saldó una factura de dolor, sus rodillas se quejaron una vez más, pero necesitaba verlo.
El San Niño era apenas una roca con varias ventanas adheridas, resquebrajadas, girando convulsa, imposible de moverse o encogerse más ante la presión del hoyo debajo de ella, por lo que empezó a desintegrarse...
Empezó a llorar.
El último ciclón de polvo cayó, suavemente, a través del insondable abismo.
- Gracias. Muchas gracias –gimió- gracias, gracias, gracias…
El atractivo joven la observaba con sus ojos grandes, enmarcados por sus anteojos. Su cabello negros se movían suavemente por la brisa, al lado, la chica le tomaba la mano. Patricia pensó que ambos eran una hermosa pareja. Una luz blanca los rodeaba por igual.
- Gracias, gracias –repitió, viendo al cielo, luego que ambos desaparecieron-
7
Las patrullas rodearon por completo el área.
La gente estaba consternada, los habitantes de Valle de la Calma llegaron después, acobardados.
Las cámaras de televisión llegarían pronto; algunos periodistas entrometidos habrían visto las luces azules que destellaron en el horizonte por cerca de treinta minutos enteros, otros, sólo llegarían atraídos por el barbullo de las sirenas y el helicóptero, que alumbraba desde arriba con un enorme faro.
Todos estaban aterrorizados.
Las luces los habían asustado, pero eso no era nada en comparación a lo que había ahora (o mejor dicho, lo que no había).
El oficial Ezequiel Ramírez estaba de rodillas, consternado. Negaba con la cabeza varias veces, y repetía como loco “yo estuve aquí hace poco, yo estoy seguro, yo sé lo que vi”. Sus compañeros decidieron llevárselo de inmediato, ellos también estaban consternados, pero por lo menos no estaban en shock, lo último que querían era que lo escuchara alguien de la prensa.
Y es que lo que no les agradaba en lo más mínimo (cuestión de karma, ellos se habían burlado mucho en su tiempo, cuando el departamento de Valle de la Calma telefoneó al para pedir ayuda) era que ellos ahora tenían que llamar a todos los departamentos de la provincia. La presencia de sus efectivos era, en sus propias palabras, “urgentemente requerida en Valle de la Calma”.
La razón de tanto alboroto estaba muy bien justificada…
El San Niño había desaparecido. Así de simple.
El lugar donde debían de estar los dos inmensos edificios coloniales abandonados, ahora estaba convertida en un campo baldío, como si se los hubiese tragado la tierra: daba igual.
El caso se convertiría en una historia de peso pesado, casi de la misma envergadura que Roswell. Muchas personas teorizarían lo que había sucedido en Valle de la Calma. Sólo una persona en el mundo sabía lo que en verdad había pasado, y a esa persona no le interesaba en lo más mínimo hablar con nadie.
Quién sabe, quizá el mundo esté lleno de historias así, guardadas celosamente. Ahora, en ese lado del mundo, tenían la suya propia.
La policía no la detuvo, sencillamente la confundieron con una mendiga, que se había traspapelado con el gentío.
Patricia caminaba por la calle, alejándose del barbullo.
Veía al cielo, buscando por última vez aquellos pequeños cometas azules, de tantos hombres y mujeres, de niños, de aquella pareja, a quienes ya no podía ver en el firmamento.
No verlos la alegró. Todos ellos ella habían encontrado la paz, libres en el universo, volando hasta el infinito.
FIN